Tienes más cuento que Calleja

Si hoy la señorita te ha pedido los deberes, tú le has dado una excusa y ella te contesta: “Tienes más cuento que Calleja”, me temo que te has pasado con los pretextos y ya no te cree.

Pero ¿sabes de dónde viene esta expresión? Saturnino Calleja fue un editor del que se decía que “tenía mucho cuento” porque los publicaba. Editó muchísimos cuentos infantiles, famosos por su formato pequeño y su bajo precio. Fue muy importante para los niños del siglo XIX y principios del XX, porque gracias a él se popularizó la lectura.

Esta semana hemos visto cuentos de Calleja y hemos oído un cuento popular, “El peral de la tía Miseria”, que nos explica cómo la muerte es necesaria para que la vida del mundo continúe.

 

EL PERAL DE LA TÍA MISERIA

 

La tía Miseria era una anciana muy pobre y muy vieja, tanto que nadie podía asegurar cuál era su edad verdadera. Tampoco querían preguntarle por ello, ya que Miseria tenía fama de ser una experta hechicera y, por lo tanto, cuanto más lejos mejor. Vivía, según dicen unos, en una choza; y según otros, en una cueva a las afueras del pueblo, lo suficientemente lejos para que nadie la importunara. Nadie, salvo aquellos traviesos muchachos del pueblo que desafiaban a la vieja, y al sentido común, como veremos más adelante. La tía Miseria, como su nombre indica, no poseía nada, y vivía de las limosnas que le daban sus vecinos, que le daban cualquier cosa con tal de que no tenerla cerca. Gracias a estas limosnas, la vieja sobrevivía.

Aquel peral era para la tía Miseria lo único que poseía, junto a su pequeña y triste choza. Pero aquellos malditos muchachos no la dejaban en paz y cuando ella no estaba acudía a él para llevarse las peras que tenía. Luego ella les maldecía y les amenazaba, pero solo servía para que los muchachos se burlaran aún más de ella.

Cada día, la anciana acudía al pueblo en busca de limosnas y algo que comer. Los lugareños, apenas la veían procuraban no encontrarse con ella. Su aspecto, con sus harapos, su rostro arrugado y envejecido, no sabiendo nadie, ni ella misma, cuál era su edad verdadera, y su fama, ya que algunos decían que era hechicera y que en su casa hacía sortilegios y magia, asustaba a todos. Cuando alguien le negaba ayuda, ella calladamente los maldecía, por lo que solían darle algunos pocas monedas o algo que comer para callar sus maldiciones.

Aquella tarde, unos negros nubarrones amenazaban con descargar en poco tiempo un aguacero. La tía Miseria, con lo ya recogido, se dirigió a su choza, algunos dicen que cueva, para que no le sorprendiera la tormenta. Vivía, como es de suponer, alejada del pueblo, lejos de todos y de todo.

En efecto, apenas en su casa, la tormenta empezó a caer. Se disponía a cenar unos mendrugos de pan y algunas frutas cuando, ya en la incipiente noche, unos golpes sonaron en la puerta. Al abrir, vio a un anciano, no tan viejo como ella, pero si tan pobre, a juzgar por su aspecto, totalmente empapado. Ella le invitó a pasar y tras compartir con él la frugal cena le ofreció un jergón donde poder dormir. A la mañana siguiente, el anciano se disponía a marcharse cuando ella le dijo que ella iba a buscar algo que comer y lo compartiría con él. El anciano le agradeció su ofrecimiento pero le dijo que no quería molestarla más.

Viendo la insistencia de la anciana, entonces él le dijo que no era ningún mendigo, sino San Antonio y que había sido enviado por Dios para probar la caridad de todos los que vivían en aquel pueblo. Nadie le había abierto la puerta de su casa durante la tormenta, salvo ella. Ahora, Dios quería premiar su caridad y, por ello, quería concederle un deseo. El que quisiera.

La tía Miseria no se hacía ilusiones sobre la santidad de aquel personaje y si su ofrecimiento era real o no, pero, como no tenía nada que perder, accedió a pedir el deseo: que aquel que se subiera a su peral no pudiera bajar de él hasta que ella lo mandara. Era un deseo extraño, incluso para aquel desconocido. Podría haber pedido alguna riqueza, o algún manjar, o cualquier otra cosa. Luego comprendió la sabiduría y la prudencia de la anciana: ella no quería lo que no tenía, sino conservar su único bien terrenal: el peral. El anciano hizo la señal de la cruz y le concedió el deseo, tras lo cual se marchó, desapareciendo en la lejanía. Allí quedaba la anciana, con su peral, en aquel momento desnudo de frutos.

Pasaron los días, las semanas y los meses al ritmo de la vida cotidiana de Miseria. Por fin, la primavera trajo consigo unos hermosos frutos al peral. Jamás había tenido tantos y tan hermosos. La vieja cogió uno y comprobó que eran más deliciosos que nunca. Si no fuera por aquellos rufianes de niños, tendría el alimento asegurado. Salió como todos los días a buscar limosna. Y como siempre, tras conseguirlo, regresó a su casa. Fue entonces cuando vio en lo alto del peral a dos niños que no podía bajar de él y que lloraban asustados. La tía Miseria entonces comprobó que su deseo se había cumplido. Tras acudir sus padres a recogerlos, ella permitió que bajaran tras hacer una señal con la mano. Al día siguiente sucedió otro tanto. A partir de entonces, nadie, salvo ella, podía coger peras del árbol. Era tal la calidad de los frutos, que muchos de sus vecinos lo canjeaban por leche, huevos o carne. La vieja empezó así a vivir una vida sin penalidades.

Y así pasó el tiempo, mucho tiempo, y la vieja Miseria vivía feliz en su choza sin que nadie la molestara. Pero una noche, estando en su casa preparándose para dormir, alguien llamó a su puerta. Cuando abrió vio una figura alta y muy delgada, sin poder saber si era un hombre o una mujer, por ir cubierta por una capucha. Miseria se acordó entonces de aquella lejana noche en la que alguien que parecía un mendigo le pidió ayuda. Pero ahora, aquel personaje no parecía un mendigo. Y mucho menos un santo. Mientras le miraba, un escalofrío recorrió su cuerpo. Tras preguntarle quién era y qué quería, la misteriosa sombra respondió mostrando una reluciente guadaña que brilló con toda su intensidad, mientras le ofrecía su esquelética mano para que la acompañara.

Era la Muerte y venía a buscarla.

La sabia Miseria no protestó. Solo le preguntó si podía pedir una última voluntad. La sombra permaneció en silencio. La anciana le dijo que le gustaría llevarse algunas peras para alimentarse en su camino hacia el otro mundo. Como estaban en lo más alto del árbol, le pidió a la Muerte que se las cogiera. Y allí, quedó la siniestra, sorprendida y engañada sombra, atrapada entre las ramas del peral mientras la vieja siguió haciendo su vida cotidiana.

Y así fueron pasando los días, las semanas y los años, muchos años. Con la muerte atrapada en el peral, nadie se moría. Los viejos se hacía más viejos, pero ninguno moría al no recibir la mortal visita. No se moría la gente ni en las guerras, ya que quedaban malheridos, pero sin morir. Había muchos enfermos, algunos en fase terminal, que pedían a los doctores que los mataran, pero todo era inútil. La desesperación era muy grande y muchísima gente odiaba la vida y trataba de deshacerse de ella, pero siempre sin éxito. Todos se preguntaban dónde estaba la Muerte y todos se pusieron a buscarla.

Fue entonces cuando la tía Miseria cayó enferma y un médico del pueblo acudió a su choza a examinarla. Cuando llegó, vio que alguien estaba atrapado en el peral. El médico, reconociendo a la Muerte, intentó subirse al peral para liberarla, pero solo consiguió quedar también él atrapado. Y así quedaron ambos día y noche, mientras la vieja volvía a sus quehaceres diarios, ya repuesta de su enfermedad. Mientras, los familiares del médico, alarmados porque este no había vuelto, fueron hasta la casa de Miseria. Allí le encontraron, en lo alto de árbol junto a aquel extraño personaje. Cuando supieron lo ocurrido, cogieron unas hachas e intentaron derribar el peral. Entonces, la tía Miseria salió de la casa y les ordenó que se detuvieran.

Todos le dijeron que era preciso liberar al médico y, por encima de todo, a la Muerte, para acabar con el sufrimiento eterno de los enfermos. Entonces ella les dijo que soltaría a la Muerte con una condición: que esta no fuera a buscarla hasta que ella misma no la llamara tres veces. Todos estuvieron de acuerdo, incluida la muerte, que hizo un gesto de asentimiento. A su señal, la Muerte y el médico quedaron libres por fin. La Muerte, apenas se vio libre, empezó a segar vidas con su guadaña y la gente empezó de nuevo a morir. Y así la vida, y la muerte, volvieron a su estado normal. Mientras tanto, la tía Miseria siguió viviendo en su choza con su peral, pidiendo limosna y vendiendo sus peras. Pasaron muchos años, muchísimos, y ya nadie se acordó de la vieja. Un día, todos advirtieron que había desaparecido de su casa misteriosamente. Nadie sabe desde entonces su paradero. Según unos, cansada de vivir, pidió a la Muerte que fuera a llevársela; según otros, ella misma salió a buscarla allá donde se encontrase para irse con ella al otro mundo. Sin embargo, todo parece hacer pensar que ella sigue con vida porque la Miseria sigue existiendo en el mundo.

 

 

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