UN MAESTRO TRABAJA PARA LA ETERNIDAD: NUNCA SABRÁ HASTA DÓNDE LLEGARÁ SU INFLUENCIA

H. Adams, el autor de esta frase, sabía bien el valor de un maestro: su sabiduría se transmite generación tras generación.

El rey de este cuento conoció a un gran maestro y también se dio cuenta de su inmenso valor.

¿Leemos el cuento?

 

LAS MANZANAS GIGANTES. Cuento de la tradición sufí.

Hace mucho, mucho tiempo, tanto tiempo que ya casi nadie se acuerda, había una vez un gran rey, riquísimo y soberano de millares de súbditos, que conoció a un ilustre sabio derviche que vivía aislado de las cosas de este mundo y llevaba una vida extremadamente modesta. Lo consultó para aclararse respecto a algunas difíciles cuestiones de estado, referentes sobre todo a la justicia, pues la fama de aquel hombre era muy grande en esos aspectos.

Fueron tan acertados los consejos del sabio que el rey le pidió que se quedara a vivir con él en palacio. El sabio aceptó, aunque con dos condiciones: que se le permitiera seguir con su vida humilde y que fuera libre de abandonar el lugar cuando quisiera y por el tiempo que quisiera.

El rey aceptó, confiado en que los  lujos de su corte atraparían para siempre al otro y así, Su Majestad se encumbraría hasta los cielos gracias a los consejos de un hombre tan docto.

Tres años pasó el sabio en palacio. Durante ellos no hizo sino perfeccionar la política del estado y hacer que tanto el monarca y su corte como sus súbditos y esclavos fueran más buenos y más justos. Pero pasado ese tiempo, un día se dirigió al rey y le dijo:

-Ahora debo continuar mi camino. He de llegar a un lugar que está muy lejos de aquí y prescindir de todo trato innecesario con los humanos para dedicarme a transmitir la sabiduría a los jóvenes.

-Pero ¿es que tienes alguna queja de mí? –le respondió el rey, intentando retenerlo.

-No, debes creer en lo que te he dicho: debo marchar lejos y transmitir la sabiduría a los jóvenes.

– ¿Y qué harás entonces cuando recuerdes mi corte? –preguntó el soberano, sintiéndose ganar por la tristeza que le producía aquella partida inminente.

-Pensaré en la justicia.

-Bueno, no me queda más que darte un abrazo y desearte que todo esté de tu parte –contestó el rey-. No obstante, quiero saber si algún día podré tener noticias de ti.

-Sí que podrás –repuso el consejero, al tiempo que le tendía un sobre lacrado-. Con el correr de los años, alguien se presentará ante ti para obsequiarte con frutas. Te dejo este sobre: contiene una carta que has de abrir en cuanto ese hombre aparezca. Me has de jurar que no lo abrirás antes de tiempo.

-Lo juro- declaró el rey solemnemente.

El sabio emprendió su camino y al cabo de un tiempo llegó a su destino. Cerca de un poblado levantó una pequeña choza con lo imprescindible para protegerlo de las inclemencias de la naturaleza, y no pasó mucho tiempo para que se viera rodeado de jóvenes discípulos, que venían a oír sus palabras colmadas de sabiduría y tolerancia hacia todos los hombres, sea cual fuere su condición.

Vivía en la aldea cercana, sin embargo, un hombre malo. Al ver que el derviche estaba siempre rodeado de muchachos que le escuchaban, pensó: “Ese viejo loco ha de tener mucho dinero, pues debe cobrarles muy bien a esos papanatas que tanto lo admiran. Lo mataré y me quedaré con toda su fortuna.”

Y así hizo. Se dirigió a la choza por la noche y, una vez allí, le cortó la cabeza al sabio mientras dormía. De inmediato se puso a buscar la incalculable fortuna con que soñaba, pero no encontró nada por ningún rincón de la casucha. Lo único que halló fue un sobre en el que se leía: “Semillas de manzanas gigantes.”

Más que nada por despecho, lo guardó entre sus ropas y se marchó de allí, furioso porque sus grandes sueños de fortuna habían desaparecido.

El hombre tenía un pequeño huerto y allí, sin darle demasiada importancia, sembró las semillas que el sobre contenía. No tardaron en crecer cuatro manzanos enormes que, cuando llegó la hora de dar fruto, le ofrecieron unas frutas brillantes y tan grandes que una sola había que sostenerla con las dos manos.

“¡Vaya con el viejo sabio! –se dijo aquel miserable-. Es verdad que escondía una fortuna, y ¡qué fortuna! Recogeré las manzanas y las llevaré al mercado. Me pagarán mucho por ellas”. Pero de inmediato creyó tener una idea mejor: “Tendré que hacer un largo viaje, pero se las ofreceré como obsequio al mismísimo rey. Seguro que me dará una gran recompensa. De algo me habrá valido matar a ese viejo presumido.”

Se puso en camino montado en una carreta tirada por bueyes, pues de otro modo no hubiera podido con el peso de los frutos que llevaba. Tres días y tres noches duró el viaje, hasta que llegó a la ciudad real.

-Quiero una audiencia con el rey, pues traigo para regalarle unas frutas fabulosas que lo dejarán maravillado. Seguro que nunca ha visto ni verá en el mundo otras iguales –dijo a los guardianes del palacio.

Cuando el rey escuchó que alguien quería verlo para ofrecerle fruta, recordó la carta de su añorado consejero.

-Decidle que pase, que lo espero desde hace mucho tiempo.

El asesino se asombró de la respuesta, pero pronto dejó de pensar en ella y se adentró muy ufano por los aposentos reales hasta llegar a la sala del trono.

Allí, tras la rigurosa ceremonia del saludo, mostró una de las manzanas que había traído. Por un momento el monarca olvidó a su antiguo consejero. ¡Qué deslumbrantes eran aquellas manzanas cosechadas con sangre!

Pero no tardó en recordar al amigo y ordenó a un sirviente que le trajera la carta del sabio derviche, indicándole con precisión el escondrijo en el que desde tantos años atrás la ocultaba.

Cuando tuvo el sobre en sus manos, rompió el lacre. Dentro había una nota.

“Este hombre que os ofrece unas manzanas gigantes no es otro que mi asesino. Solo quiero que se haga justicia”, decía el papel.

El rey estuvo dudando. ¿Cuál era el castigo justo para alguien que había matado a un gran consejero y, sobre todo, un gran maestro? Con su asesinato, cientos de jóvenes habían dejado de aprender sus enseñanzas. La muerte era demasiado fácil. No. Lo llevaría a una cárcel especial, unas mazmorras subterráneas cuyo conocimiento solo sabía él y el sumo sacerdote. Unas mazmorras especiales, donde quien entraba no moría jamás y tenía un castigo, por lo tanto, eterno. Ese sería el justo castigo para el que había matado a su mejor amigo y, sobre todo, a un sabio, a un maestro.

Y colorín colorado, este cuento ha terminado.

 

 

 

 

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