Gracias, Aurelio

Cuando Aurelio Juárez llegó al Ramón Barbat, el curso había empezado. Los alumnos de 1º ya se conocían, habían hecho sus grupos, así que cualquiera se daba cuenta de que en la hora del patio estaba siempre solo y de que no tenía amigos.
Aurelio era un niño que todavía no había pegado el estirón; cuando hablaba se atascaba y sus ojos, siempre tristes y profundos, evitaban mirarte. Tuvo la mala suerte de que en su clase estaba el típico chulito que se metía con el más débil así que, como yo era su tutora, me tuve que emplear a fondo para que no se pasara con él.

Aurelio se marchó como vino, en silencio y sin avisar. Cuando años después me saludó por la calle, me fue muy difícil reconocerlo. Tuvo que quitarse la mascarilla, decirme su nombre y sonreír para que por fin supiera quién era.
¡Aurelio!… ¡Aurelio Juárez!… No me podía creer lo cambiado que estaba. Me explicó cómo le iban las cosas, que había formado una familia y lo contento que estaba. También se interesó por mí, me preguntó si seguía en el Ramón Barbat y que si todavía contaba cuentos.
Cuando nos estábamos despidiendo, Aurelio me miró fijamente a los ojos. De pronto recordé toda la tristeza y profundidad de aquella mirada infantil. -Sabe, señorita, de todos los cuentos que explicó solo me acuerdo de uno, de “El junco y el roble”.

Hacía tiempo que lo había sacado de mi repertorio. “El junco y el roble” no me hacía demasiada gracia, así que lo había dejado en el cajón de los cuentos olvidados. Me parecía imposible que Aurelio solo se acordara de ese cuento simplón, pero entonces me di cuenta de lo importante que habría sido para él en aquellos años tan difíciles, así que decidí volver a contarlo. A lo mejor a ti también te ayuda. ¿Quieres leerlo?


EL JUNCO Y EL ROBLE

Hace mucho, mucho tiempo, tanto tiempo que ya casi nadie se acuerda, había una vez un lugar remoto, tierra adentro, perdido en el mapa entre ríos caudalosos y montañas que se alzan cielo arriba. Un fragmento del paisaje igual a muchos otros. Nadie parece fijarse en él.
En un punto del camino hay una pequeña edificación que todos han visto miles de veces, igual a muchas otras edificaciones vistas de la misma manera. Dentro, está el motor que extrae agua de un pozo; agua más valiosa que el petróleo en este terreno seco y áspero.

Al lado de la casita, y solitario como ella, había un roble. Grande, fuerte y majestuoso, parecía acompañarla, vigilarla y protegerla. También cerca de la casa, creciendo en el mismo margen de la acequia que salía de ella, había unas matas de junco. Verde, fresco y ondeante, jugaba con el agua que manaba del pozo, centelleando con mil colores.

El roble, tan viejo que había olvidado hasta su edad, y creyéndose el dueño del paisaje, solía increpar al junco.
– ¿Pero cómo se puede ser así, como tú? –Le pregunta-. Dejarse doblegar por el viento, inclinándose con el peso de cada insecto que trepa por ti… ¿No tienes personalidad, o qué? Si dejas que todo el mundo te diga “ahora ve hacia allí” o “echa para allá”, nunca harás lo que desees.

El junco, dócil por naturaleza, nunca contestaba. De hecho, no tenía ningún problema en ser flexible. Si el viento giraba a la derecha, le venía bien. Y si al día siguiente lo empujaba a la izquierda, pues también. Cuando el viento dejaba de soplar, el junco volvía a su posición original. Se sentía feliz de jugar con su amigo el viento.

Un día, el cielo se fue volviendo gris. Un grupo de nubes oscuras taparon el sol y se extendieron por todo el horizonte. El viento empezó a soplar con fuerza, cambiando incesantemente de dirección.
– ¡Míralo, el pobre junco! –Se reía el roble-. Ya no sabe quién es ni a dónde va. Y el junco callaba.

El cielo se ennegreció aún más, y la fuerza del viento aumentó. Las hojas del roble batían como las alas de mil palomas asustadas y el junco saltaba de un lado a otro como un látigo. Algunas hojas del roble salieron volando.
-¡Eh! –Chilló el roble-, ¡Esas hojas son mías!
Pero el viento no hizo caso y siguió soplando más y más fuerte. Algunas ramas del roble crujieron, se desgajaron y también salieron volando.
– ¿Pero qué haces? –Se enfadó el roble-, ¿No ves que me haces daño?

Finalmente, la fuerza del viento fue tal que el tronco mismo se partió y se desplomó sobre la acequia, en las proximidades del junco. Con su último aliento de vida, le dijo:
– ¿Sabes?, amigo, mucho me temo que he aprendido tarde la lección: es mejor ser flexible. De este modo, si alguien te dobla, puedes volver a ser tú mismo.

Hoy, aún existen los juncos, pero del roble sólo queda la base del tronco, seca y muerta.

Y COLORÍN COLORADO, ESTE CUENTO HA TERMINADO.

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