Un arte, de Elizabeth Bishop (1911-1979)

El arte de perder no es muy difícil;

tantas cosas contienen el germen

de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder

las llaves de las puertas, las horas malgastadas.

El arte de perder no es muy difícil.

Después intenta perder lejana, rápidamente:

lugares, y nombres, y la escala siguiente

de tu viaje. Nada de eso será un desastre.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! desaparecieron

la última o la penúltima de mis tres queridas casas.

El arte de perder no es muy difícil.

Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso

reino que era mío, dos ríos y un continente.

Los extraño, pero no ha sido un desastre.

Ni aun perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto

que amo) me podré engañar. Es evidente

que el arte de perder no es muy difícil,

aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.

Elizabeth Bishop

El poema de Elizabeth Bishop es en apariencia sencillo, pero ya en su inicio los alumnos se preguntan por el significado de la palabra arte en el contexto en el que aparece. Descubren entonces una nueva acepción del término. Puede ser la “capacidad, habilidad para hacer algo”. El arte de perder hace referencia, por lo tanto, a la capacidad o habilidad para saber perder.

¿Acaso hay personas que saben perder y otras que no? ¿Uno aprende a perder? ¿Se requiere para ello de una capacidad especial? Los alumnos creen que ante la pérdida sólo cabe una actitud pasiva, estoica, de resignación. Y en ella no ven ningún aprendizaje.

Yo puntualizo que en un principio lo que habría que hacer es aprender a diferenciar unas pérdidas de otras, pues no todo lo que perdemos tiene el mismo valor material, emocional o espiritual. Que hay pérdidas que son fáciles de superar, pero otras con las que hay que bregar toda una vida. Y que quizá uno de los errores estaría en sobrevalorar los bienes materiales, que únicamente son algo externo de lo que uno nunca debería depender emocionalmente. “Todo necio confunde valor y precio”, decía Machado.

Y añado que, con los años, uno aprende a enfrentarse mejor a las pérdidas, o, por lo menos, más dignamente. Aunque me asalta de repente un recuerdo que contradice lo que acabo de decir. Hace ya unos cuantos años, en un momento algo crítico de mi vida, perdí las llaves de casa y no reaccioné de un modo muy distinto a como lo haría una niña que acabara de perder su primera muñeca, es decir, histéricamente, es decir, desperdiciando una gran dosis de energía en una vana lamentación. Hay que decir en mi defensa que por aquel entonces mi vida era muy complicada, o por lo menos era así como yo la veía, y lo de las llaves era la gota que colmaba el vaso, o más bien el sunami que arrasaba mi precario equilibrio emocional. Así que no sé si soy un buen ejemplo de autocontrol. De lo que sí estoy segura es de que las pérdidas que suceden en momentos críticos tienden a sobredimensionarse.

“¿Qué pasaría si perdierais el móvil?”, les pregunto a los alumnos, intentando librarme con ello del recuerdo de las llaves, que tengo instalado de tal modo en la retina que casi podría verse a través de mis ojos como una revelación.

Y se convencen rápidamente de que no parece fácil el arte de perder, aunque la pérdida implique sólo pequeñas cosas. ¿Y qué decir de las pérdidas mayores: una casa, un trabajo, la juventud, la salud, una persona…? “El problema es que no nos han enseñado el arte de perder, nos enseñan a apegarnos a las cosas y a las personas. ¿Es que acaso intentamos olvidarnos de que todo lo que tenemos “contiene en sí mismo el germen de la pérdida”, como decía Bishop?”, concluyo.

Volvamos al texto: ¿Nos enseñará los pasos que hay que seguir para lograr ser expertos en el arte de aprender a perder? ¿Será budista el yo poético? ¿Intentará mostrarnos el camino hacia la ataraxia a partir de la experiencia progresiva de deshacernos de todo lo que poseemos? ¿Tendremos que repetirnos como un mantra el verso de El arte de perder no es muy difícil como punto de partida?

La clave está en la propia estructura del poema, y sobre todo en esos versos finales de mayor intensidad, cargados de desasosiego, en los que se describe una hipotética pérdida final, la de una persona, que haría parecer inconsistentes, relativas, todas las pérdidas materiales enumeradas anteriormente. Esa persona podría haberse descrito a partir de sus rasgos físicos, pero de ella se rescatan su voz y sus gestos. El yo poético elude lo concreto y se centra en lo inasible, en ese poder evocador, casi espiritual, que existe en las voces y la gestualidad (el gesto que Bishop cita en su poema me trae a la memoria un fragmento de La inmortalidad, de Milan Kundera, en el que se describe el sencillo movimiento de la mano de una mujer de 40 años en una piscina pública. Lo que para el común de los mortales podría considerarse un ordinario saludo, tiene una transcendencia inequívoca para el narrador de la historia, que, por unos instantes, gracias a la magia de ese gesto, ha contemplado fascinado cómo la mujer recuperaba toda la esplendorosa belleza de su juventud).

El poema no está escrito, por lo tanto, desde el desapego, es un ejercicio notable de autoengaño y de engaño al lector mediante el recurso de la ironía, que, como todos sabemos, “es la expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice” (DRAE). “¿Pero que consigue esta mujer diciendo lo contrario de lo que piensa? No tiene sentido”, se plantea algún alumno. “Negar el dolor por la pérdida de esa persona a la que se hace referencia, que o bien ya se ha producido o está a punto de producirse. Se prepara para no aceptar el dolor”. Les cuesta entender que el texto no está escrito desde el desapego, sino desde el territorio escarpado del dolor contenido que no desea ser expresado. Para ejemplificarlo y que puedan interpretarlo desde su experiencia, les explico entonces que una vez un alumno mío suspendió un examen de castellano y, enfadado, dijo públicamente varias veces algo así como que haber suspendido ese examen le importaba un bledo. Y sólo media hora después me lo encontré llorando a mares en el patio. ¿Podían entender por qué aquel chico no había dicho la verdad?

“La ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe”, escribió Jacinto Benavente. En este caso podría decirse que la ironía es una tristeza que no quiere llorar y decide negarse a sí misma. Y todos sabemos, por experiencia, que, si no nos permitimos expresar la tristeza por una pérdida, esa tristeza por algún lado saldrá…

¿Qué hacemos entonces con la tristeza que nos produce la pérdida de un ser querido?

La podemos convertir en una nostalgia placentera, como hace el Zorro de El Principito. “¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Y eso es muy triste! Pero tú tienes el cabello del color del oro. ¡Entonces será maravilloso cuando me hayas domesticado! El trigo, que es dorado, me hará pensar en ti. Y me gustará el sonido del viento entre el trigo…”, dice el entrañable amigo del Principito, deseoso de ser “domesticado”.

Mucho antes que Antoine de Saint-Exupéry, el poeta Jorge Manrique ya nos hablaba del gran poder del recuerdo en las famosas coplas dedicadas a su difunto padre. Incluso, después de la muerte de alguien, existe una esperanza. Él estaba convencido de que existían tres vidas para los hombres: una vida terrenal, otra después de la muerte (la vida eterna) y la llamaba vida de la memoria, que no es otra cosa que el recuerdo que dejan en los vivos aquellos que han abandonado la vida terrenal.

En cuanto a lo que se pierde muy poco tiempo después de ser hallado, aquello efímero, podemos aplicarle las palabras del psicoanalista Sigmund Freud en su obra La transitoriedad: “Si hay una flor que se abre una única noche, no por eso el florecimiento nos parece menos hermoso”.

                                                                                                                                                                                                           M.M.M.

 

 

 

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