Era una mañana como cualquier otra. Yo como siempre estaba de mal humor.
Te regañé porque estabas tardando demasiado en desayunar, te grité porque no parabas de
jugar con los cubiertos y te reprendí porque masticabas con la boca abierta.
Comenzaste a refunfuñar y entonces derramaste la leche sobre tu ropa. Furioso te empujé
para que fueras a cambiarte inmediatamente. Camino a la escuela no hablaste.
Sentado en el asiento del coche llevabas la mirada perdida y te despediste de mí tímidamente
y yo sólo te advertí que no te portaras mal. Por la tarde, cuando regresé a casa después de un día de mucho trabajo, te encontré jugando en el jardín, llevabas puesto el pantalón nuevo y estabas sucio y mojado.
Delante de tus amigos te dije que debías cuidar la ropa y los zapatos, que parecía no
preocuparte mucho el sacrificio de tus padres para vestirte. Te hice entrar en casa para que te
cambiaras y mientras marchabas delante de mí te indiqué que caminaras erguido.
Más tarde continuaste haciendo ruido y corriendo por la casa. A la hora de cenar, no parabas
de jugar, con un golpe sobre la mesa grité que no soportaba más ese escándalo y subí a mi cuarto.
Al poco rato mi ira comenzó a apagarse, me di cuenta de que había exagerado mi postura y
tuvo el deseo de ir a hacerte una caricia pero no pude. ¿Cómo podía un padre, después de hacer tal escena de indignación mostrarse sumiso y arrepentido? Más tarde, escuché unos golpecitos en la puerta.
Adelante; dije adivinando que eras tú. Abriste muy despacio y te detuviste indeciso en el
umbral de la habitación, te miré con seriedad y pregunté:
¿Te vas a dormir? ¿Vienes a darme las buenas noches? No contestaste, caminaste lentamente
y sin que me lo esperara, aceleraste tu andar para echarte sobre mis brazos. Te abracé y con un nudo en la garganta percibí la ligereza de tu delgado cuerpo.
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