Nadie puede engañar a la muerte

Este cuento ha llegado a nosotros a través de los Hermanos Grimm, dos filólogos alemanes que estudiaron la lengua alemana a través de los cuentos populares. Gracias a ellos conocemos cuentos como “Hansel y Gretel”, “Blancanieves”, “La Cenicienta”, “La Bella Durmiente”, “Pulgarcito”, “Juan Sin Miedo” o “Los músicos de Bremen”.
“El médico y la muerte” presenta a la Muerte como protectora de su ahijado a quien convierte en médico famoso, aunque tampoco él podrá evitar el postrer y mortal abrazo de su madrina, en realidad, como todos nosotros: Nadie puede engañar a la muerte.

EL MÉDICO Y LA MUERTE

Hace mucho, mucho tiempo, tanto tiempo que ya casi nadie se acuerda, había una vez un pobre sastre que apenas podía alimentar a sus doce hijos. Cuando nació el hijo trece el hombre, angustiado, salió corriendo a un camino cercano decidido a encontrar a alguien que aceptara ser padrino del niño. El sastre sabía que era la única manera para mantener a su recién nacido.
El primero que pasó fue Dios, pero el sastre lo rechazó. “Dios da a los ricos y quita a los pobres. Esperaré a que venga otro”. El segundo fue el diablo, pero el sastre lo rechazó también. “Él miente y engaña a los hombres buenos y conduce por el mal camino. Esperaré a otro”. El tercero en pasar por el camino fue la muerte, a quien el sastre consideró con atención. “La muerte trata a todos los hombres por igual, sean ricos o pobres. A ella le haré mi solicitud”.

La muerte nunca antes había recibido una petición así, pero la aceptó de inmediato. “A tu hijo no le faltará nada”, dijo, “porque yo soy una amiga poderosa”. Pasaron los años y la muerte cumplió su palabra. El niño y su familia vivieron sin carencias. Cuando el niño finalmente alcanzó la mayoría de edad, la muerte apareció ante él. “Es tiempo de establecerte en el mundo. Tú serás un gran médico. Toma esta hierba mágica, el remedio para cualquier enfermedad en esta tierra. Búscame cuando te llamen a la cama de un paciente. Si me ves a la cabeza de la persona, dales una infusión de la hierba y tu paciente estará bien. Pero si me ves a sus pies, sabrás que es su hora de morir. Tus diagnósticos serán siempre acertados y serás famoso en todo el mundo”.

Y así fue. El joven se convirtió en el médico más famoso de su tiempo y su fama se extendió por todas partes, hasta llegar a oídos del rey. Su Alteza estaba acostado en su cama de oro y llamó al hijo del sastre. Pero cuando el joven médico llegó, en el dormitorio exquisitamente decorado vio que el rey estaba muy grave y que la muerte estaba a sus pies. El rey era muy querido y el joven deseaba curarlo de todo corazón.

Rápidamente, el médico instruyó a los asistentes de la corte a que giraran la cama, para después restaurar la salud del rey con una infusión de la hierba mágica. La muerte no estaba satisfecha. Movió sus dedos largos y huesudos y, señalando a su ahijado, le dijo: “Nunca deberás engañarme otra vez. Si lo haces sufrirás las consecuencias”.

El joven médico tomó esta advertencia en serio y no desobedeció a su madrina otra vez, hasta que la hija del rey cayó enferma y él fue llamado de vuelta al palacio. Era hija única del buen rey. El padre estaba desesperado por verla así. “Salva su vida”, le pidió el rey, te daré su mano en matrimonio”. El doctor fue a la alcoba de la hermosa doncella donde esperaba la muerte. Se colocó a los pies de la cama de la princesa, listo para llevársela. “No me desobedezcas otra vez”, advirtió la madrina, pero el doctor ya se sentía enamorado. Ordenó que la cama de la princesa fuera girada, antes de darle la infusión a base de hierbas.

La princesa se curó de inmediato, pero la muerte extendió su mano fría y blanca y sujetó del brazo a su ahijado, anunciándole: “Irás conmigo en su lugar”. Llevó al joven médico a una cueva, donde había nichos en las paredes con millones de velas. “Aquí”, dijo, “están las velas encendidas de todas las vida sobre la tierra. Cada vez que una vela se extingue y se apaga, una vida se termina. Esta es la tuya”. La muerte le enseñó una vela que ardía casi al punto de ser solo una gota de cera. “Por favor”, rogó el ahijado, “durante muchos años fui tu fiel servidor. Por favor, madrina Muerte, ¿no puedes encender una vela nueva para mí?” La muerte lo miró sin piedad. La vela chisporroteó y se apagó, y el joven doctor cayó muerto.

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