El sentado

Soy la menor de cuatro hermanos, y cuando llegaban estas fechas era costumbre que mi madre y mis hermanos mayores montaran el belén. A mí, como era pequeña y algo torpe, no me dejaban tocar nada ya que parece ser que lo rompía casi todo. Lo único a lo que tenían acceso mis dedos era a colocar los patos encima del río, las ovejas al lado de los pastores, y el ángel encima del portal.
Seguramente creeréis que era muy fácil lo que me tocaba hacer, pero ya os he dicho que era bastante torpe, así que siempre tenía problemas con el dichoso ángel. Por más que lo ponía una y otra vez enganchado encima del portal, el angelito en cuestión siempre se caía. Después de colocarlo un montón de veces, me puse roja como un tomate y, furiosa, le grité que ya estaba bien, que era tonto y que no sabía estar donde debía.
Entonces mi madre me oyó; se acercó y me dijo que a ese ángel, precisamente a ese ángel, estaba muy mal hablarle así. Mi madre me dijo que se llamaba “Rastro de Dios”, me sentó en la falda y me contó su historia. ¿Quieres oírla?


RASTRO DE DIOS (Montserrat del Amo – Adaptación)

Cute cartoon angel holding a star. Christmas cartoon. Vector illustration isolated.

Hace mucho, mucho tiempo, tanto tiempo que ya casi nadie se acuerda, Dios estaba aburrido, aburrido de estar tanto tiempo solo, mano sobre mano, así que decidió un buen día empezar la creación.
Lo primero que hizo fue crear los ángeles y los arcángeles. Los arcángeles eran como si fueran los capitanes, los que escuchaban lo que decía Dios y luego mandaban y organizaban todo.
San Miguel era el que mandaba más. Él se fue encargando de poner el nombre de todos los ángeles en una lista, para saber cuántos había y qué trabajo tenía que realizar cada uno de ellos. Y así fue poniendo a cada uno un nombre propio, hasta que no quedó sino uno, un ángel pequeño que casi no sabía volar.
San Miguel había encargado a un ángel grande y fuerte que le enseñara a volar, pero todo fue inútil. Entonces san Miguel le dijo que se fijara en Dios.
– ¿Ves que cuando Dios camina, detrás queda como un camino brillante de polvo luminoso? Pues tú camina por el caminito brillante, es el rastro de Dios. Así no hará falta que vueles ni tampoco te caerás.

Y entonces san Miguel decidió que el ángel pequeño se llamaría “Rastro de Dios”, y así lo apuntó en su lista.

“Rastro de Dios” estaba muy contento y feliz siguiendo los pasos de Dios, pero a veces, si Dios paraba, él iba despistado mirando el suelo… ¡Y se chocaba! O miraba alrededor y se salía del camino y empezaba a caer y a caer… Hasta que un ángel más grande y más fuerte lo cogía en volandas y lo colocaba otra vez en su sitio.
Y dijo san Miguel: «Pon atención, ‘Rastro de Dios’, no te alejes de su rastro porque Dios está por crear el mundo, y los hombres le darán mucho trabajo, y si tú caes quizá no podrá mandar un ángel a recogerte». San Miguel cuidaba a “Rastro de Dios”, pensando que no sabría estar el angelito solo, perdido en el espacio. ¡Un ángel tan pequeño que no sabía ni siquiera volar…!
“Rastro de Dios” respondió que sí, que sabría estar atento, y desde entonces siguió a Dios a todas partes muy de cerca, sin distraerse ni siquiera un momento para no perder el sendero de la luz que dejaba a su paso.
Por esto vio muy bien cómo Dios creó el primer día, el Cielo y la Tierra. Entonces, “Rastro de Dios”, que se fijaba mucho y quería aprender a decir bien todas las palabras, comenzó a decir: “ci… ci… ciel… cielo… cielo…”

Un ángel de esos que tienen mal genio le dijo muy enfadado que se estuviera callado porque molestaba a todos, y que no era necesario repetir tantas veces la palabra “cielo” porque era muy fácil de aprender.
San Miguel preguntó qué cosa estaba sucediendo, y aunque hizo callar a “Rastro de Dios” no lo regañó porque, a fin de cuentas, era el más pequeño de todos los ángeles y se necesitaba tener paciencia con él. Se marchó moviendo lentamente las alas y pensando que un angelito así de torpe serviría de poco.
Y Dios continuó creando el mundo. Hizo millares de estrellas que lucían bellísimas en su mano, llena de luz. Todos los ángeles trabajaban colocando las estrellas donde Dios les indicaba. Todos volaban de un sitio a otro; todos… menos “Rastro de Dios”, porque san Miguel le había dicho que no se moviera, ya que se podía perder, y sería difícil buscarlo entre tantas cosas que Dios había creado.
Millares de ángeles iban y venían, y cuando veían a «Rastro de Dios» con las alas plegadas sonreían con superioridad, pensando: «No servirá nunca de gran cosa un ángel que no puede volar bien», y continuaban colocando estrellas en el firmamento.
En un instante todas las estrellas estuvieron en su lugar. El cielo era de verdad bellísimo. Todos los ángeles se giraron hacia Dios esperando nuevas órdenes.
Y entonces se dieron cuenta de que no habían acabado todavía: faltaba aún una estrella por colocar. Era una estrella blanca, no muy grande, y Dios la tenía en su mano derecha. Los ángeles empezaron a preguntarse dónde la habría de colocar Dios si el cielo ya se encontraba lleno de estrellas y estaban tan bien colocadas que parecía imposible cambiarlas de lugar por una más.
Y un ángel dijo: «Esa estrella sobra, necesitará tirarla».
Dios, en silencio, bajó la mano derecha cerca de donde estaba «Rastro de Dios», que lo miraba embobado. Dios se inclinó y le entregó la estrella.
«Rastro de Dios» la cogió con muchísimo cuidado para no dejarla caer. Pensó que debía sostenerla solo por un momento mientras Dios le decía a un ángel, mucho más despierto, más bello y más fuerte que él, que la colocara; pero Dios no dijo nada, viendo que todo estaba en su lugar.
La estrella no era muy grande, pero “Rastro de Dios” era tan pequeño que, así de pie como estaba, casi no la podía sostener. Era necesario sujetarla con mucha seguridad. ¿Qué habría dicho san Miguel si la hubiera dejado caer? Comenzó a doblarse, a doblarse hasta quedarse con los pies extendidos y la estrella sobre las rodillas. ¡Así! ¡Muy bien! Se había sentado sobre una nube. Sentía una bella calidez muy agradable y una gran luz. Apenas podía ver nada, porque la estrella se lo impedía, pero no le importaba porque estaba cumpliendo un encargo de Dios.
Y por fin llegó el séptimo día. Ya había finalizado la creación y todos estaban agotados, así que Dios dijo que ya estaba bien, que era domingo y que había que descansar.
Y la creación poco a poco fue evolucionando. Y surgieron los hombres y cada vez había más y más hombres en la tierra, así que los ángeles no paraban de trabajar, ayudando a las distintas civilizaciones que iban surgiendo.
Comenzó un ir y venir del Cielo a la Tierra y de la Tierra la Cielo; se podía sentir a todas horas el vuelo de los ángeles. Todos estaban muy atareados y ninguno se ocupaba de “Rastro de Dios”, que estaba ahí, sentado desde el inicio del mundo con su estrella bajo el brazo, firme, firme para no dejarla caer, sentado en su nube celestial.
“Rastro de Dios” no se desesperaba. Miraba lo que podía por sobre su estrella y escuchaba las palabras que decían los ángeles cuando pasaban. A fuerza de verlo así ninguno lo llamaba ya “Rastro de Dios” sino “el Sentado”, y así olvidaron su verdadero nombre.
Como “el Sentado” estaba en el camino principal que unía la Tierra con el Cielo, los ángeles que llegaban de la Tierra adquirieron la costumbre de sentarse un rato junto a él, y contarle historias de la Tierra y los hombres. “El Sentado” estaba maravillado de la evolución de la Tierra y le parecía que los otros ángeles eran muy listos y valientes. Era una suerte que Dios le hubiera dado un encargo tan fácil como aquello de vigilar una estrella, porque así, sentado como estaba, no había peligro de que se cayera y Dios podía venir a recogerla cuando quisiera.
Pasaron los siglos y llegó la primera Navidad. Todo estaba preparado. San Miguel había mandado un ángel que se ocupara del musgo y la paja que debía servir de cuna al niño Jesús. También había buscado un buey y un asno para que con su aliento calentaran el establo. Los ángeles en el cielo estaban venga ensayar canciones y villancicos de Navidad. Llegó el 24 de diciembre y san Miguel fue a Dios y le dijo que estaba todo listo, que si podían empezar ya con la Nochebuena, lo de avisar a los pastores, los ángeles cantando… y todo eso.
Entonces Dios dijo que todo estaba muy bien, pero que faltaba una cosa. San Miguel se puso rojo como un tomate. ¿Qué había olvidado en una noche tan importante? Estaba el pesebre, el asno, el buey, los ángeles cantores… ¿Qué faltaba? ¡Ohhh! ¡Faltaba la estrella! ¡La estrella de los Reyes Magos!
San Miguel dio orden de ir a coger la estrella más bonita del cielo, pero Dios dijo que no, que ni hablar, que no se podía utilizar algo usado, que tenía que ser una estrella nueva y que él ya la había creado.
¿Qué ya la había creado? San Miguel fue al lugar donde estaban las cosas nuevas que aún no se habían utilizado. Estuvo buscando y revolviendo… pero no encontró ninguna estrella. Regresó desalentado, con la cabeza baja, ante Dios.
Sí, él la había creado, y se la había dado a un ángel para que la estrenara esa noche.
-¿A un ángel? ¿A qué ángel?
San Miguel buscó en su lista de ángeles. La lista estaba desgastada, vieja, llena de pliegues a fuerza de sacarla y guardarla.
-Y ¿cómo se llamaba el ángel?
Dios, que lo sabe todo, le dijo que se llamaba “Rastro de Dios”.
San Miguel comenzó a recorrer la lista con el dedo, pero tardó muchísimo en encontrar el nombre porque era el último de todos. Estaba escrito “Rastro de Dios”, pero al lado no había señal alguna, como si no hubiera trabajado nunca. Pensó que dónde se habría metido ese ángel que ni siquiera lo recordaba.
Estaba así, tratando de recordar, cuando un ángel se le acercó y le dijo unas palabras al oído. A san Miguel se le alegró la cara y respondió: “¡Ah, sí, ahora lo recuerdo! ¡Es “el Sentado!”.
Dios, al oírlo, sonrió. Se dirigieron todos a donde estaba “Rastro de Dios”, sentado con su estrella en las rodillas desde el inicio del mundo.
Nuestro ángel empezó a temblar, pensando que qué habría hecho cuando todos todos, incluido Dios, venían hacia él.
Tartamudeando dijo que no había hecho nada, que no se había metido en ningún lío y que tampoco se había movido de la nube. Tenía los ojos arrasados de lágrimas. Sin duda, si había hecho algo malo había sido sin querer…
San Miguel le dijo que se tranquilizara, que no había hecho nada malo, muy al contrario, había hecho muy bien su trabajo, había guardado la estrella de los Reyes Magos y ahora tenía que utilizarla. San Miguel desplegó un gran mapa y le explicó al “Sentado” el recorrido que tenía que hacer volando. Tenía que llevar la estrella con mucho cuidado por todo el cielo de oriente, guiando a los Reyes Magos al Portal de Belén.
“El Sentado” empezó a gemir. Apenas entendía nada de lo que le decían. ¿Cómo iba él a volar por el cielo con una estrella? ¿Pero es que no se acordaban de que no sabía volar y se caía? Tendrían que mandar a otro ángel.
Entonces Dios se acercó, le sonrió y entonces “el Sentado” dejó de tener miedo. Sí. Todo iba a salir bien.
Dios puso al pequeño ángel en su palma de la mano y sopló. Era un soplo ligero, suave pero profundo. “Rastro de Dios” voló con ese soplo a través de todo el cielo de oriente y mientras volaba, la estrella dejaba una estela de puntos de luz. Los Reyes Magos vieron la estrella, y se pusieron en marcha hacia Belén. Le llevaron sus regalos al niño Jesús. Oro, incienso y mirra.
“Rastro de Dios”, volando, volando, llegó al portal de Belén, y allí se quedó.
Así que ya sabéis. Cuando veáis un belén fijaos bien en el ángel que está encima del portal, es “el Sentado”, el ángel más pequeño y más torpe de toda la creación. Dadle las gracias, porque gracias a él tenemos la estrella de la Navidad, y los Reyes… y los regalos.
Y colorían colorado, este cuento navideño se ha acabado.

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