Sentado en el banquillo viendo cómo pasan los minutos, miro a mi lado y veo a mis compañeros con la mirada centrada, como mirando el horizonte, noto y siento una energía nerviosa dentro de cada uno de nosotros como galgos en sus cajones esperando que suelten la perdiz.
El tiempo pasa minuto a minuto, aumenta la frustración, el nerviosismo. Todos esperamos la misma señal que nos libere de esta situación. Desde el banquillo a lo lejos escuchamos mensajes: frases hechas, comentarios ilusionadores, para unos comentarios malos, palabras escritas en un papel para otros. Es extraño notar tanto cariño lejano y odio cercano. Tan cerca pero lejos simultáneamente, parecido al silbato de un perro.
De repente todos nos ponemos tensos, se nos quita esa frustración por momentos y se nos iluminan los ojos. A lo lejos se gira esa figura humana, con seriedad en el rostro, mirándonos uno a uno pensando si se equivocaba en su decisión. De él depende nuestra capacidad de demostrar si estamos preparados. Nos da respeto, miedo ¿reventarán nuestros ojos de luz o por lo contrario seguiremos con la monotonía del banquillo? ¿Seremos el elegido?
Ahora sí se giró, levanta el brazo como a punto de señalar a alguien, se lo piensa con la cara preocupada. El silbato canino se hace más agudo y silencioso, estamos todos conectados a esa nota.
¡Tú! Estallo de alegría, comprometido de no fallar, no puedo fallar es poco tiempo, lo sé, es mi oportunidad de no estar sentado junto a mis compañeros.
Pobrecillos, es duro estar sentado largas temporadas mientras el tiempo que no pasa.
-Luis- exclamó la figura humana– sal a calentar, quítate el chándal que sales ya. Me da las últimas indicaciones, aunque las escuche todo el tiempo. No puedo fallar, darlo todo por mí, por toda esta gente que venía al estadio sin dudar que volviera a jugar de nuevo.
Moslasky
